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sábado, 31 de mayo de 2014

Tu idea y la mía


Imagen de Doug Weller

Suena patético, pero estaba desesperado. Habían transcurrido un par de semanas sin escribir media docena de renglones mínimamente coherentes. Dos semanas, una eternidad. O bien la inspiración había muerto o se había trasladado a otro cerebro. Tenía claro que si se suicidó o huyó, fue en cualquier caso por el hastío que le provocó mi falta de talento. A través de la red, me dediqué a ojear esas pequeñas noticias que suelen pasar desapercibidas en los medios, incluso en los de menos alcance y edición extranjera, decidido a tropezarme con una idea original que sirviera para forjar un nuevo relato. Llegué incluso a conectar el televisor, creyendo que en algún instante una imagen o comentario podría sugerirme algún tema no demasiado trillado. Pero todo fue en vano y mi angustia crecía exponencialmente con el transcurrir de cada día yermo.

Hasta que una noche desperté golpeado por una ocurrencia, ingeniosa aunque absurda, que a partir de ese momento no se apartaría de mi mente. Desconozco la razón (o sinrazón) que alumbró el despropósito de pedir ayuda a desconocidos. ¿Que cómo se come eso? Sencillo de explicar, complicado de entender. Pensé en escribir una misiva de auxilio que repartiría aleatoriamente entre un número determinado de personas, un escrito en el que les rogaría que me enviasen por correo electrónico, a un buzón creado al efecto, una oración con la que intentaría comenzar un relato. Me comprometería a no utilizar su dirección de e-mail para ningún otro fin y ofrecería, en compensación, remitirles el texto construido a partir de sus palabras. La idea no tenía ni pies ni cabeza, podría haber extraído la frase de cualquier libro o periódico, incluso haber escogido unas palabras pescadas al vuelo en la calle, mientras dos personas dialogan o alguien habla por teléfono. Pero a medida que lo revisaba, el proyecto calaba más y más en mí, mutando el desatino en un desafío irrenunciable.

Después de madurar el plan, abrí una cuenta de Outlook, redacté la solicitud, imprimí 25 cartas que introduje en sus respectivos sobres -sin remite ni destinatario- y me dispuse a distribuirlas por la barriada. Como no deseaba conocer lo más mínimo a los receptores, ni que ellos contasen con información mía, las fui introduciendo al azar en los buzones de otras tantas viviendas, cada una de ellas en una calle y edificio diferente.

De vuelta a casa meditaba sobre la oportunidad de haber emprendido esa excéntrica aventura. Ignoraba qué haría si no obtenía ninguna respuesta y me preguntaba también cómo reaccionarían quienes llegasen a leer mi súplica. Como de costumbre, cuando entré en el patio quise comprobar si tenía correspondencia. Encontré un sobre blanco que enseguida relacioné con la propaganda electoral con la que los partidos nos bombardean sin piedad en vísperas plebiscitarias como las que vivíamos. Pero mi sorpresa fue mayúscula cuando comencé a leer en el ascensor su contenido. Impresa en un folio también blanco, aparecía la siguiente leyenda:

POR FAVOR, OS ENCAREZCO QUE NO DESTRUYÁIS
ESTA CARTA SIN HABERLA LEÍDO ANTES
Mi nombre es R. Soy un aspirante a escritor, vecino del barrio. Suelo redactar cuentos cortos, pero desde hace tiempo tengo un problema: la imaginación parece haberse esfumado de mi vida. Y os aseguro que la imaginación lo es todo en la literatura. Sin ideas no importa lo bien o mal que escribas, eres un auténtico fracaso. Me siento deprimido y necesito estímulo y ayuda. He pensado que algunos de vosotros podríais echarme una mano tan solo prestándome unas palabras. Una frase de entre dos y diez vocablos, a partir de la cual trataré de componer un relato. Si enviáis esa frase a mi e-mail (relato.vecino@outlook.com), os contestaré tan pronto pueda con el cuento que he escrito. En ningún caso almacenaré ni utilizaré para fines distintos vuestra dirección electrónica; es más, cuando termine de contestar a todos eliminaré esa cuenta de correo y con ella los mensajes que haya podido cruzar con vosotros. Podéis estar seguros de ello. Gracias por leer esta nota y por la colaboración, independientemente de la cual os deseo mucha suerte en vuestras vidas.

Resulta que había otro tipo en el barrio, con el que compartía inicial, afición y problema. Un tipo con el que tal vez me había cruzado un montón de veces por la calle o en el supermercado y que, precisamente ese día, había puesto también en práctica el mismo disparatado plan. Era increíble, de locos.

Lo bien cierto es que no me lo pensé dos veces para ofrecer al vecino la ayuda que yo también precisaba. Me senté, encendí el ordenador, improvisé una brevísima frase y le di a Enviar. Al cabo de una semana, recibí este relato, que comienza con mis propias palabras: “Suena patético”.


miércoles, 1 de enero de 2014

Lo impredecible





El soplón era fiable, la noche su aliada. Billy había estado vigilando desde su coche y durante más de una hora aquella ventana del quinto piso en un destartalado bloque de apartamentos de Harlem, donde un par de desgraciados mantenían secuestrada a Bambi Carrington, la hija de Ronald Carrington, más conocido como “The Golden Banker”. El detective fue contratado para evitar la intervención policial que habría contravenido las órdenes de los raptores pero, esencialmente, para soslayar la entrega de los cinco kilos de rescate exigidos; porque aunque Ronnie era multimillonario, era más rácano y miserable que la madre que lo parió, por eso se agenció un sabueso tan barato.

Billy no tenía ningún plan, cada vez que en el pasado proyectó alguno palmaban uno o varios de sus compañeros. Ahora prefería trabajar solo y por intuición. Bajo su anorak, la única protección de un chaleco antibalas de segunda mano, ya que de lo único que estaba seguro al ciento por ciento era de que aquello acabaría con una ensalada de tiros. Comprobó que las  Magnum-44 estaban bien cargadas, quitó los seguros e introdujo una en la pistolera y otra en su cintura. Tras cerciorarse de que no había vigilancia en el cutre y mal iluminado hall del edificio, traspasó el umbral y comenzó a subir silenciosamente las escaleras. El ritmo cardíaco se aceleró de forma exponencial con cada pisada.

De repente, Abraham, el viejo sordo del segundo izquierda, puso en marcha a toda castaña la televisión y la famosa cocainómana reciclada en vendedora de best-sellers berreó a pleno pulmón con su carajillera voz: “¡YO POR MI HIJA MA-TO, MA-TO!, ¿COMPRENDES?”

Después de eso mi inspiración se fue a la mierda y esta hoja de papel a la puñetera basura. Aunque la he rescatado añadiendo estas últimas líneas para denunciar las desagradables consecuencias que sobre vuestros vecinos puede tener conectar la tele-detritus cuando has renunciado al uso de un audífono.

Mañana me compro una Magnum. Fijo.


viernes, 27 de diciembre de 2013

El bucle




“Quizás mañana”. Así concluye el escritor un largo monólogo interior ante sus instrumentos de trabajo. Mejor invocar a la inspiración en la calle, mientras pasea a un Toby silencioso pero suplicante. Mas cuando va a levantarse, el lápiz se yergue mágicamente sobre el papel y acariciándolo, comienza a parir estas palabras:

“”Quizás mañana”. Así concluye el escritor un largo monólogo interior ante sus instrumentos de trabajo. Mejor invocar a la inspiración en la calle, mientras pasea a un Toby silencioso pero suplicante…”


lunes, 22 de julio de 2013

Capítulo Dos




Sí, colega, nos vienen pisando los talones. A ti y a mí. Solo faltan los típicos perros de presa olfateando nuestras huellas, arrastrando a sus amos con las correas de cuero, ladrando como posesos y exhibiendo sus temibles y afilados colmillos. No hagas esas muecas de extrañeza, debes saber de qué te hablo. Vaya, por tu cara comprendo que no recuerdas lo que pasó en el anterior capítulo. También sería posible que no lo hayas leído todavía o, aún peor, que en mi extraordinaria confusión ni siquiera lo haya escrito, que esté atrapado en una telaraña dentro de esta atolondrada cabeza. Pero estás aquí, eres mi cómplice. Siento el aliento de nuestros perseguidores en la nuca. ¿Tú no? Los tenemos muy cerca. Permaneces en silencio con esa cara de besugo recién capturado, ojos y boca bien abiertos, no te estás enterando de nada, ¿verdad? Con esa actitud me obligas a que relate todo lo sucedido. Lee cuidadosamente, no me gusta escribir las cosas dos veces, en ocasiones ni tan solo una, por eso quizás obvié el primer episodio de nuestras correrías…

Me llamo Leocadio Smith y nací en un pueblucho de Nuevo México. Soy hijo de un gringo pelirrojo y una chicana, quienes al no ponerse de acuerdo para darme nombre, recurrieron al azar usando el libro de santos del abuelo (página sexagésimo nona, décima línea: San Leocadio, bingo). En el Instituto comenzaron a apodarme Leo Pecas, innecesaria cualquier explicación. Me expulsaron cuando le reventé las narices a Kevin Grant, el hijo del Sheriff Grant, el pijo de mierda que intentó levantarme a mi chica, Catalina Fuentes. Entonces comencé a ayudar a mis padres en la granja familiar, pero fue precisamente en esa época cuando las autoridades sanitarias nos hostigaron con continuas inspecciones. Bajo la excusa de no cumplir  rigurosos controles y carecer de los permisos establecidos en la normativa, nos prohibieron seguir dedicándonos, como siempre hicimos e hicieron nuestros antepasados, a vender la leche y el queso obtenido de nuestras vacas, a criar gorrinos y gallinas, a comerciar con su carne y huevos. Mi padre vendió finalmente todos esos animales y con lo que obtuvo compró un gran rebaño de ovejas; alguien nos informó que los ovinos están menos sometidos a la reglamentación o, en otras palabras, no amenazan tanto los intereses de las grandes compañías alimentarias. Los ingresos decayeron y empecé a buscar trabajo, ardua tarea en un pueblo insignificante ubicado en el sexto pino. Después de casi dos años trampeando aquí y allá, de encargado de un video-club a camarero, de asistente de un veterinario rural a mozo en una pensión de mala muerte, decidí emigrar.

Escucha, ¿no oyes voces a lo lejos? Ten cuidado, habla bajo, no hagas ruido. Sé que nos han localizado. Ignoro si serán agentes o caza-recompensas. Anoche vi el aviso pegado en la fachada de la cantina:

SE BUSCAN
VIVOS O MUERTOS
Leo Pecas y su Lector/a
Recompensa: 30.000 $
(25.000 $ por Leo, 5.000 $ por su secuaz)

¿Qué diantres pensabas? Es normal que por el jefe de la banda ofrezcan más dinero ¿no? Además, tu intervención en mis fechorías se ha limitado a llevarme arriba y abajo en el coche, no tienes ficha policial. Mientras mi retrato es muy nítido, el tuyo solo muestra una difusa mancha gris, no se advierte si eres hombre o  mujer. A ti solo te prenderán si estás a mi lado cuando me detengan o me maten. Tengo una idea: como no pueden reconocerte, sal del establo, ve a dar una vuelta por ese villorrio, infórmate de cómo andan las cosas ahí fuera y tráeme una botella de whisky. ¿Que quieres saber el resto de la historia? ¿Que cómo has llegado hasta aquí? Bueno, pero prométeme que inmediatamente después de referírtelo todo harás lo que te he dicho.

Prosigo. En Alamogordo, el lugar donde se detonó la primera bomba atómica, residí seis meses. Trabajé ese tiempo en una gasolinera y ahorré el puñado de dólares que me costó un Chevrolet del año de la Polka, el vetusto pick-up que tan bien nos ha venido. Cuando llegué a Santa Fe tuve suerte de emplearme como recepcionista en el Club de Seniors. Poco trabajo y largas horas de tedio, que mitigué gracias a la lectura de muchos volúmenes de la biblioteca del club, más tarde con la escritura, con mis patéticos cuentos, como éste en el que estamos envueltos ahora. Esta historia sin pies ni cabeza titulada Outsiders in Nebraska, un relato malo de solemnidad, en el que el protagonista se llama como mi alias, solo que en la ficción soy un tipo algo mayor, cruel, analfabeto pero inteligente, sin amigos y alcohólico. Huérfano desde la niñez, abandonado después por mis familiares más cercanos (o menos lejanos, según se mire) paso las de Caín buscando el sustento en los confines de la sociedad de Lincoln, Nebraska. Primero son pequeños hurtos de mercancías que luego vendo, lo que me proporciona un modus vivendi sencillo aunque miserable. Más tarde aprendo un par de útiles timos que practico con petimetres locales, es una actividad más rentable pero con un mercado tan reducido que al final me veo forzado a abandonar el negocio y decido pasar al atraco a mano armada. Precisamente entonces apareces tú en medio del primer capítulo y, como no te puedes resistir a la fascinante personalidad del Leo inventado, permites que te reclute como camarada de fatigas, involucrándote de lleno en mis hazañas criminales. No comprendo cómo llegaste a este texto siendo solo un borrador, pero estoy seguro de que te traicionó el subconsciente, querías vivir a toda costa una gran aventura y solo has logrado situarte fuera de la ley, poner tu existencia en serio peligro.

Necesito un trago, colega. Me va a faltar saliva para acabar la narración. Júrame que en cuanto termine saldrás y me traerás esa botella de algo consistente. Lo has jurado, recuerda.

Ya que continúas mostrando esa alelada cara de despiste supino, te informo que empezamos con los bazares asiáticos. Esos rollitos primavera eran pan comido, muchos de ellos inmigrantes ilegales que se defecaban encima cuando les apuntabas con un revólver, que no se atrevían a interponer denuncias, a algunos les robamos en varias ocasiones. Eran trabajos tan fáciles que me avergüenza rememorarlos, tú al volante del destartalado Chevrolet, motor en marcha, esperando que yo saliera con un fajo de billetes y montones de relojes y teléfonos móviles metidos en una saca, para salir pitando por las solitarias carreteras de Nebraska, donde ni tú ni yo hemos estado jamás en la vida real. Solo nos dieron un susto, fue una noche en el Beijing Express, ya les habíamos atracado tres veces y nos estaban esperando; cuando me vieron entrar, dos tipos con pinta de ninja, armados hasta las cejas, surgieron inesperadamente de algún lugar situado detrás de las estanterías. Ése día no se me olvidará, una bala pasó rozando el lóbulo de mi oreja derecha, nos salvamos por los pelos, colega.

Ya éramos conocidos por todos los comerciantes orientales, debíamos cambiar de sector. Los restaurantes abiertos las 24 horas representaban un negocio poco lucrativo pero bastante seguro. En Lincoln y sus alrededores, a las tres de la mañana no hay mucha gente que frecuente esos lugares. Y los borrachos no nos inquietaban. Fue otra época bastante buena, cenas gratis y dinero fácil a cambio de un riesgo pequeño y controlado. Recuerdo que vivíamos bien allí, en el Motel Elvis. A veces montábamos unas juergas legendarias, en las que corrían sin límite el bourbon y los estupefacientes. La putada llegó cuando descubrimos que las malditas cámaras de seguridad habían dejado la imborrable huella de mi cara en sus grabaciones. Ese mismo día nos mudamos a Omaha.

Fue una tórrida mañana de julio cuando la patria chica de Fred Astaire, Marlon Brando, Monty Clift y Nick Nolte nos recibió con los brazos abiertos. Aunque no íbamos cortos de guita, no queríamos dormirnos en los laureles, era preciso seguir recaudando, aspirar al Oscar de los mangantes. Pero para eso teníamos que reinventarnos, dar un salto cualitativo y cuantitativo en nuestra carrera: nada de tiendas chinas, restaurantes de 24 horas ni chorradas por el estilo. Me diste la idea al preguntar dónde guarda la gente la pasta, colega. En los bancos, te respondí. La idea era visitar varias oficinas y observar los movimientos de los empleados y de los clientes, los elementos de seguridad y las vías de escape. Decidimos debutar en el Basura Bank. Si bien el botín fue irrisorio, la experiencia resultó enriquecedora. Después visitamos el Poquito Bank, con rendimientos más aceptables aunque todavía insuficientes. A éste le siguió el Ricachones Bank, en el que asumimos grandes riesgos pero obtuvimos unas considerables utilidades y, de paso, un precio por nuestras cabezas.

Pero en el último trabajo, en el Millonetis Bank, la cagamos con todo el equipo. Debí atender tus advertencias cuando, como ya hiciste la noche del Beijing Express, te arrancaste un número aleatorio de pelos del cogote, los contaste y me dijiste: “Impar, dejémoslo”. Era tu absurda y supersticiosa forma de predecir si nuestra misión tendría éxito o no. Sabes que yo nunca creí en semejante idiotez pero, joder, aquella vez volviste a acertar de pleno. Me empeñé en probar el sinsentido de tu técnica profética y lo único que conseguí fue demostrar que la avaricia rompe el saco, que a todo cerdo le llega su San Martín. Me vi obligado a disparar a un vigilante nerviosito y nos marchamos sin un centavo, con el rabo entre las piernas. El capullo del guardia solo está grave, cualquiera puede seguir viviendo sin el puñetero bazo, pero al ser sobrino de un Consejero del banco, que por más señas se postula para candidato al Senado en las próximas elecciones, la bofia se ha lanzado tras nosotros sin contemplaciones, como si hubiésemos asesinado al mismísimo Presidente de los Estados Unidos y a toda su parentela, celebrando después un rito satánico con sus cadáveres. Con tanto terrorista suelto y despliegan un operativo que cuesta un huevo a los ciudadanos, moviendo cielo y tierra, solo para trincar a dos pelagatos. Perdona el calificativo, colega, pero reconoce que eso es lo que somos: unos pelagatos, ni más ni menos.

Ahora estamos en este sucio establo abandonado a varias millas de Omaha, donde hemos llegado en un Ford alquilado con documentación falsa, intentando que se calmen las cosas y poder traspasar sin problemas la frontera de Iowa para dirigirnos a Des Moines, la ciudad donde murió el gran campeón de los pesos pesados Rocky Marciano. The End, Fine, Fin, Das Ende, Koniec.

Bueno, colega, ahora que ya te he puesto al día y conoces la situación pormenorizadamente, sal, coge el coche, acércate al pueblo, husmea un poco, entra en un supermercado y compra varios periódicos, una radio de bolsillo, algo de comida y, esto que no se te olvide, una botella del brebaje con la graduación más alta que encuentres. Cuando regreses haremos planes importantes. Pero déjame antes tu revólver, has mostrado ser incapaz de aprender a disparar durante todo este tiempo. Si te cachean y lo descubren solo conseguirás que te detengan y tú, a fin de cuentas, eres otra de mis víctimas. Vete ya. Hasta luego.

Menos mal que al final me he desecho de su compañía, le estimo tanto. Estoy convencido de que llegarán en menos que canta un gallo. No sé cómo ni por qué, pero saben que andamos por aquí. Confío en que mi colega salve el pellejo, apostaría a que no tienen informaciones o pruebas que puedan incriminarle de forma directa en ninguno de los delitos que hemos cometido. Ya oigo los helicópteros sobrevolando el establo. Y a través de unas rendijas entre las tablas que forman las paredes veo cómo, levantando nubes de polvo, se acercan manadas de coches de polizontes desde los cuatro puntos cardinales. Los desgraciados llevan las sirenas y luces a todo meter, creen que así me van a atemorizar, son bobos de nacimiento.

Ignoran que, aunque he contado siete pelos de mi cogote, no me pienso entregar, que nadie enchirona a Leo Pecas, que aquí se va a armar la de Dios es Cristo. Tengo la boca seca, dos pistolas y he visto cuatro veces Dos hombres y un destino. Ni esto es Bolivia ni yo soy Paul Newman o Robert Redford, mucho menos Butch Cassidy o Sundance Kid. No obstante voy a salir disparando a mansalva, indiscriminadamente, hasta que me acribillen o un madero con buena puntería me mande en el acto al otro barrio. Ignoran también que, desde que abra esa puerta, voy a concentrar todos los pensamientos en mi diosa, en la bella Catalina Fuentes; el recuerdo de su imagen endulzará mis últimos momentos. Los muy estúpidos no sospechan que este cuento se ha acabado, colega.